El Hijo del Dios

Hola amiguitos, aunque dudo mucho que me lea alguien de vez en cuando, voy a empezar a colgar capítulos de la novela del mismo nombre que veis arriba. Espero por lo menos que los 3 minutos que dediquéis a leer esta paja mental de aquí vuestro servidor, os sirva para alejaros de los probLemas diarios de esta perra vida.
Intentaremos colgar periódicamente capítulos, aunque no os prometo nada pues soy de natural perrillo para cumplir con las disciplinas.
Salud



CAPITULO 1


Troade, 333 ac



El viento azotaba sin piedad la costa asiática del Egeo, aquel mar inclemente que tantas historias, hombres y corazones se había ya tragado, incluido el del atormentado y desesperado Rey al que debía su nombre, valeroso padre de Teseo, que se lanzó al mar creyendo a su hijo muerto.

No fueron mil como antaño las barcos negros que se acercaron a aquella costa, pero el número del ejército invasor era igualmente temible y no auguraba nada bueno para aquellas gentes que ahora les miraban con una mezcla de miedo y esperanza en los ojos. Al fin y al cabo, ellos también eran griegos. Además, allí esperaba ya el ejército expedicionario de Parmenion, para sumar sus fuerzas a la del joven Rey, y hasta el momento, no se habían portado especialmente mal con los habitantes de aquellas costas de la Jonia.

Los árboles y arbustos se doblaban ante la furia de Eolo y sus hijos y las olas castigaban aquella escarpada línea de piedra día tras día, desde que el hombre era hombre y los seres inmortales vagaban por aquellas tierras sin ningún tipo de temor o pudor

La arena se metía en los ojos y apenas dejaba respirar a los marineros que se afanaban en desembarcar el equipo que habían utilizado durante su travesía por el mar.

Todo parecía quedar ya tan lejos en el tiempo y tan lejano en el mundo que parecía que habían pasado siglos desde que zarparon

Aquello daba ahora igual, siempre era igual. No estaban allí para quejarse del tiempo ni del clima, no podían. Había mucho que hacer y muy poco tiempo.
Nunca había mucho tiempo para nada en el ejército de los macedonios.

Desde que el padre del tercero de los Alejandros llegó al poder, hacía ya casi 30 años, todo había cambiado mucho para su familia, para él y para la otrora destrozada y hundida en la miseria Macedonia.

Pero sobre todo, la historia había cambiado para Grecia y el mundo conocido, por qué el mundo conocido era Grecia

Aquel muchachito que se pavoneaba ante ellos ahora con la supuesta armadura de su supuesto antepasado Aquiles, reflejando el sol de oriente en su pecho de oro labrado, no hacía otra cosa que recoger los frutos que su padre y su vieja guardia de Compañeros habían llevado a cabo, nada más y nada menos que una transformación profunda y radical de la Hélade, apoyados en la mejor máquina de guerra que había conocido hombre alguno hasta entonces, el Ejército de Macedonia.

Ahora, por lo menos, los macedonios también podían ufanarse en llamarse griegos sin miedo a que nadie se mofara de ellos. Hasta entonces, no eran más que medio bárbaros a los ojos de todos esos atenienses y tebanos perfumados, que perdían las horas en tumultuosas reuniones y discusiones sin fin y babeaban y perdían la razón por cualquier efebo barbilampiño que contoneara las caderas delante de ellos.
Quizás todavía se reían de ellos a sus espaldas, pero ahora la mano que aferraba la espada que dominaba la Hélade era la mano de Filippo II de Macedonia. Y ya habían comprobado en sus propias carnes que aquella mano era una mano de hierro.

Sí señor, ahora tenían algo más de que preocuparse todos esos demócratas de pacotilla

¿Y qué más daba que el Gran Rey siguiera pagando los caprichos de algunos de esos esas medias nenas, supuestos patriotas griegos?

Y qué más da que el gran Darío III Codomano, perdido en los inabarcables cotos de caza de Ecbatana o en los innumerables pasillos dorados de su palacio en Susa, sufragara parte de la oficialidad del ejercito de pastores que ahora mismo plantaba sus tiendas en aquella maldita costa azotada por la cólera de Poseidón, el domador de caballos?
Al fin y al cabo, las tropas de los aliados de Atenas y Grecia también alimentaban el contingente griego que en pocos meses se proponía darle una zurra delante de las puertas de su propia casa

Atenas, tan orgullosa y altiva en otros tiempos, cuna de la democracia, había claudicado como tantas otras, rindiendo pleitesía y honores de Rey al mismísimo Alejandro tras la infamia de Queronea.

Y de la desdichada ciudad tébana ya hacía algún tiempo que era imposible poder esperar ningún peligro o traición de ella; Tebas ya no existía. El Batallón Sagrado y su juramento de amor eterno descansaba bajo la llanura de Beocia, la estrella y el León de Macedonia resplandecían sobre ellos día tras noche; la ciudad de Cadmo ya no existía más que en las odas y los muros de la casa de Píndaro

Pero aquello, quizás fuese solo el pasado. Ahora solo importaba el futuro.....
Y el futuro no le era conocido a ningún mortal, ni siquiera a la corte de adivinos y mercachifles que acompaña al Rey allá donde fuera. Quizás el confidente Real, Aristandro no era más que lo que parecía que era, un vendedor de humo con mucha suerte o quizás sí de verdad estaba en perpetua conexión con Zeus y su corte de deidades supremas y no tan supremas, puteros, lobas y borrachos todos, por muy divinos que fueran.

Peucestas meditaba y se acordó entonces de todo aquello que su padre le explicaba entre risas y juegos, ahora parecía ya un siglo atrás, cuando él era solo un niño y su padre, su héroe, uno de los Compañeros del Rey....

Macedonia no era más que un país que no existía, con un ejército vencido, una aristocracia arruinada y esquilmada por unos vecinos todavía más pobres, todavía más famélicos, con más criaturas y muchos menos dientes, que asolaban sus fronteras por el norte por Tracia y al oeste por Iliria.
Todas las tribus parecían querer acabar con la pobre, inestable y volátil Macedonia y presionaban desde todas las fronteras. Sin embargo, cuando Pérdicas III murió y se produjo la ascensión a la regencia del Reino por parte de Filippo II, sin duda los Dioses se aliaron con la Casa de los Argéadas, la Casa dueña del Trono del León de Pella
Aquel día, se estableció la base del poder más grande que jamás hombre, Dios o ser inmortal habían contemplado hasta entonces en Europa.

Peucestas se preguntó si aquel hermoso joven de mirada extraviada que ahora corría desnudo por los campos de la Tróade, acompañado de su tropa de amigos, guardaespaldas y soldados, sería capaz si quiera de emular al viejo cabrón, borracho, medio ciego, cojitranco y genial Rey y general que fue su padre.

Se preguntaba si algún día alguien recordaría aquella expedición y a aquellos hombres, aquellos nobles y reyes que estaban a punto de sembrar el terror en Asia, justo hasta el momento en el que el Rey de Reyes considerara que ya era hora de espantar la dichosa mosca que se había colado en su jardín por la puerta de atrás, y por fin acampara sus reales delante de ellos, en algún llano de Irán o Mesopotamia. Entonces, allí, se decidiría el destino de los hombres
Se preguntaba, ¿quién sería entonces el león y quién el ratón?

Quizás, alguien tuviese que contar la historia de todo aquello que inexorablemente iba a pasar, antes o después. Mejor dicho, alguien tendría que contar a sus hijos, que fue de su padre, Compañero del Rey, Hetairoi de Alejandro, Peucestas el Pastor, como antes lo fue su padre.....

Quizás Macedón se merecía una explicación en sus plegarias, que Peucestas esperaba oyese allí donde quiera que los seres inmortales se retiren a escuchar historias de guerra y conquista.

Quizás estaba a punto de emprender la mayor aventura jamás contada, y por los Dioses, que no se iba a aburrir.
Solo esperaba que esta vez, quizás el caballo ganador al que la familia olímpica iba a apostar fuera el caballo de Alejandro.

Quizás.




El Hijo del Dios-2º Capítulo
PELLA

Las clases siempre eran duras a las órdenes de Leónidas, aquel viejo pariente de Olimpia duro como una roca y grande como un bosque que hacía las veces de instructor, maestro y padre ocasional.

Sobre todo a aquellas horas de la mañana, con aquel frío que no se acababa y un desayuno frugal digno del Rey de las Ratas, aquella chavalería imberbe y engreída se apresuraba en seguir los ejercicios a pie juntillas, disputando cada centímetro en las luchas cuerpo a cuerpo, en las carreras, a pie y a caballo, con las lanzas romas y chatas y las espadas de madera que dejaban unos moratones que crujían de dolor solo de mirarlos.

Casi tanto como los azotes que el maldito y cien veces maldito Leónidas infligía cada vez que consideraba que alguien no llegaba al nivel exigido

Pero ellos eran los elegidos, la élite. Hasta ahora, su nombre, su procedencia, su posición o sus contactos (o todo a la vez), les había valido la entrada en aquel selecto grupo.

Pero ahora, los nombre eran solo letras y la posición, algo que no les pertenecía, nada más que palabrería, títulos que debían ser heredados, derechos que en un futuro, uno podría o no arrogarse, Así estaban las cosas en la vieja Macedonia.

Peucestas miraba a sus compañeros desde el principio con temor. Se sabía diferente y así se lo hacían sentir.
Él no era más que el hijo de un pastor sin tierra ni nombre cuyo único mérito fue solamente el de ser uno de los más fieles Compañeros de Filippo durante los años duros y terribles del reinado, al principio, cuando todo pendía de un hilo, el fino hilo del destino que los Dioses se regocijan en enredar y desenredar a su antojo.

Cuestión, por cierto, no baladí en aquellos tiempos en los que Filippo hubo de elegir amigos y confidentes. Entonces fue la hora de los hombres de verdad y el padre de Peucestas siempre ocupó un lugar privilegiado a la diestra de Filippo, un paso siempre detrás de él y la mano en la empuñadura de la espada, presta a defender a su Rey y Compañero.

Pero todo aquello quedaba en nada ante la altanería y el orgullo exhibidos por los cachorros de lo más insigne de la nobleza macedonia que allí, delante de él, luchaban y gritaban, mordían y arañaban, maldecían y vomitaban sangre como lo hacía él, el hijo de un pastor.

Al fin y al cabo, aquellos que estaban en la arena de entrenamiento delante de él, los destinados a ser los amos y señores del país una vez fuesen adultos, también sufrían, gemían, lloraban y se meaban de miedo, bien los había visto él, en la soledad de sus largas horas de entrenamiento y estudio juntos.

Los Pajes Reales detuvieron sus clases a una voz de Leónidas, que más que hablar, solía bramar y escupir cada vez que abría la boca.

-Hefestión! Maldita mujerzuela malcriada y vaga! Por todos los Dioses, dime ¿qué cojones estás haciendo acariciando el brazo de tu rival con la espada?

-Pero Señor, este de aquí es el hijo del Rey, Señor.

Leónidas movió su corpachón desbaratado toda la arena hacía donde se encontraban Hesfestión y su rival con una agilidad que pocos le supondrían dado el terrible tamaño de su mole desgarbada y rota por años de guerra, rancho y noches de guardia
Al otro lado de la sala, un niño asustado de no más de 9 años, de rizos rubios gimoteaba sin consuelo, pero, como observó Peucestas, no lo hacía de dolor sino de indignación.

Sus ojos brillaban. Una mirada que Peucestas volvería en un futuro a ver muchas veces repetida, un fulgor que solo trajo miedo, dolor y destrucción a quienes lo vieron brillar delante de sí, la cólera de Aquiles revivida, la gloria de los dioses para quien estuviera la suerte de estar a su lado, aunque hubo veces que ni eso salvaría a alguno

El mazazo resonó en la sala de frío mármol como si el mismísimo Dios del yunque hubiese dejado caer su martillo desde los cielos. El que lloraba en el suelo, triste mortal de mismo nombre, desde luego creería que lo que le había caído en cara no era otra cosa sino la herramienta del Dios cojo, tal fue el tremendo golpe que su atractiva y aniñada cara recibió.

Bien, pensó, Peucestas, por lo menos vive todavía

-Me cago en tus escrúpulos y me cagó en tu vida Hefestión, bicho inmundo! Vociferó el instructor

-¿Acaso crees que alguien en la batalla te preguntará por tu situación social antes de rajarte el estómago? ¿Crees que se lo pensaran dos veces antes de abrirte en canal tu hermosa cara solo por el hecho que cuando eras pequeño tuviste nodriza que te limpiara la mierda y te diera de mamar cada vez que tenías hambre? ¿Te preguntarán por tu linaje, antes de cortarte los huevos en el campo de batalla, mi Señor Hefestión? ¿O quizás piensas que las batallas son como las que describe el gran Homero, una lucha limpia de héroes?

El pobre caballerete tuvo que taparse el guiñapo en el que se había convertido su cara, para no perder algún que otro diente que se le escapaba por entre los labios. Tambaleándose, acertó a ponerse de pie apoyándose en su espada de madera, solo para volver a recibir otro mamporro de considerables proporciones directo al hígado. Esta vez no pudo levantarse.

-A todos vosotros.-La voz del epirota Leónidas resonaba como un molino rodando sobre grava, dura y cruel. Su aliento fluía generoso, rancio y avinagrado.
- Si no queréis estar comiendo papilla de cebada los próximos tres meses, aprended algo de esta lección. En el campo de batalla no existen reyes, no existen ya héroes, solo miedo, mierda, gritos, sangre y muerte y destrucción. Si perdéis la oportunidad de matar un enemigo, será un enemigo más que vuestro compañero deberá aniquilar o quizás el causante de vuestra muerte. Allí, entre vosotros y los bárbaros solo estará vuestra espada.
Quizás creáis que soy un cabrón sin remedio, pero os diré que me pagan para haceros hombres y si para eso debo partiros un brazo, lo haré. Pero por mucho que os intente joder la existencia, soy tan dulce y complaciente como cualquier hetaira ateniense, comparado con cualquiera de los soldados enemigo que os vais a encontrar en el campo de batalla, ávidos de vuestros escrotos para adornar sus amuletos de Dioses extraños y crueles.

-El ejército de Filippo-Leónidas seguía vomitando vaho y malos olores por aquella bocaza grande y desdentada- prefiere mancos con huevos que señoritas con armadura reluciente que se cagan nada más ver los estandartes del Gran Rey relucir. Si para eso debo matar a alguno de vosotros, es vuestro problema. Sois los Pajes Reales. Tengo permiso de nuestro rey para que, si es necesario, alguno de vosotros no viva para ver nunca más las tetas de su esclava preferida.

Y ahora, a comer todo el mundo-ladró Leónidas

Peucestas observó como el más pequeño de los dos querubines a los que se había dirigido principalmente Leónidas, tendía la mano a su compañero mayor que, retorciéndose de dolor, se esforzaba por no llorar.

Aquel brillo no había dejado de derramarse de aquellos ojos y por un momento, cuando la mirada de Peucestas se cruzó con la de Alejandro, un escalofrío recorrió la espina dorsal de aquel pastor que sabía que se encontraba en aquella sala de entrenamientos fuera de lugar.

Y deseó volver a sus campos de Elimiótide, por que sintió miedo

Aquella sensación, como si le vertieran un caldero de plomo fundido por la espalda nunca dejaría de agobiar a Peucestas cada vez que se encontrase con la mirada de su amado Compañero, el Rey de los Macedonios.
Ni siquiera el día que sus ojos se cerraron por última vez, en el infierno de Babilonia, con su mano aferrada a la de él y aquel brillo que se esforzaba en seguir colgado de aquellos ojos arrasados por la fiebre, y que al final se extinguió perdido en las imaginaciones de nuevas tierras a conquistar, allá en Occidente esta vez.

Aquel día si que sentiría miedo de verdad, por que aquel día, el mundo se desplomó